Anexo
Familias familiares (fragmento)
Me fui bajo la luz de la luna, casi en la madrugada.
Yo creí que la ciudad estaría desierta a esas horas, pero no.
Camiones de carga pasaban sin cesar. En todas las esquinas donde se acumulaba basura, había una o varias personas hurgando entre las bolsas.
Vi a un hombre que me llamó la atención: era una especie de vagabundo, con una cacerola en vez de sombrero y un mecate en vez de cinturón. De cada bolsa de su enorme gabardina sobresalía la cabecita de un perro.
–¡Buenas noches! ¿Qué hace? –le pregunté muy correcto.
–Busco en la basura. Y tú, ¿qué haces?
–Nada. Aquí... –le contesté vagamente.
–¿Cómo nada? Nadie, y menos un niño, anda caminando como si nada a las cinco de la mañana para preguntarle a un pepenador lo que está haciendo.
Así que dime de una vez qué haces.
Quedé desarmado, y como la verdad el hombre me había resultado simpático le conté todo. Para mi asombro, me escuchó atentamente y dijo:
–¿Conque andas buscando una familia a tu gusto? Pues bien, yo te la mostraré. Ven conmigo.
Lo seguí. Abordamos el metro y transbordamos una y otra vez. Después nos subimos a diferentes camiones y caminamos un montón. Por fin, llegamos a una montaña rarísima: y es que no era una montaña, sino un tiradero de basura.
Al principio olía muy mal, pero después como que uno se acostumbra y ya no siente el hedor. Había cerros y cerros de basura... Imagínense: latas de refresco, llantas, sobras de comida, plástico, aparatos viejos, toooodo estaba allí.
El hombre, cuyo apodo era “El Cascajo”, me hizo una seña para que lo siguiera.
–Te voy a presentar al Rey de la Basura para que él decida si te quedas o no con nosotros.
–¿A quién?
–Al dueño de todo esto: lo desechable, lo apestoso, lo inservible, lo inútil, lo olvidado...
–Aaah, ¿el propietario de lo descompuesto, lo oxidado y lo maloliente? –le pregunté muy serio.
“El Cascajo” se rió.
–Eres bastante listo, muchacho. Le vas a caer bien al Rey de la Basura.
Seguimos escalando el montón de desperdicios hasta la parte más alta. Allí estaba el amo y señor de los basureros.
Su trono era un excusado viejo.
En vez de capa, vestía una cobija remendada.
En vez de anillos, sus dedos lucían argollas de refrescos.
Un séquito de moscas lo seguían a todas partes como símbolo de poder y realeza.
Era el Rey de la Basura.
“El Cascajo” cruzó con él algunas palabras en secreto. El Rey me miró varias veces.
Cuando terminó de recibir toda la información, se dirigió a mí:
–¿Así que estás buscando una familia?
–Ajá.
–¿Y quieres formar parte de la nuestra?
–Sí.
–Mira, yo no tengo inconveniente, sólo que antes tienes que pasar unas pruebas.
–Muy bien, señor –me burlé un poco.
–Tienes que buscar en estas montañas y traerme tres cosas: la basura más apestosa, la basura mas valiosa y la basura más triste. Te doy tres horas.
Sonaba divertido: hundirse por horas en inacabables bultos de basura y seleccionar lo más interesante.
¿Qué resultaba más apestoso: una lata de sardinas mosqueada o un calcetín que lleva años de uso? ¿Qué huele peor: la popó de perro o un pañal calentado por el sol?
Después de estas profundas reflexiones me decidí por el calcetín, ya que me recordaba mis aromáticas hazañas.
Listo. La primera prueba había sido muy sencilla. Ahora tenía que buscar la basura más valiosa. Eso no sería tan fácil...
Había encontrado una cadenita de oro... ¿Sería ésa la basura más valiosa? ¿O ese jarrón chino medio roto? No estaba seguro. Después, me acordé de los padres de Lorenzo, que todo lo medían según el dinero que costaba. Saqué unas monedas de mi propio bolsillo, las miré durante largo rato. Concluí que ésa era la basura más valiosa. Valiosa, pero basura al fin.
Por último, faltaba la basura mas triste. Miré a mi alrededor. Esa tele descompuesta se veía muy vacía sin las imágenes que la hacían cobrar vida. También se acumulaban en los desperdicios muchas muñecas sin manos, robots inválidos y pelotas desinfladas. Pero eso no era tan triste... De repente, enterrado en la basura vi un álbum con las fotos de una boda. ¿Por qué algo tan importante como esas fotos habría terminado en la basura?
Las miré un buen rato. Todos se veían felices gozando el momento de partir el pastel, bailar y posar para las fotos. Los novios de ese álbum habían muerto o se habían separado. Ahora, esa colección de fotos era ridícula para otros ojos que no fueran los de los novios.
Le mostré mis hallazgos al Rey de la Basura.
Me preguntó:
–¿Por qué este calcetín es lo más apestoso?
Me reí:
–Nada más huélalo.
Me interrogó:
–¿Por qué estas monedas son la basura más valiosa?
Le contesté:
–Porque en momentos realmente importantes no sirven para nada. E hizo la tercera pregunta:
–¿Por qué este álbum es la cosa más triste?
Le respondí:
–Porque ya no hay nadie que lo vea.
Al Rey le gustó lo que le mostré, así que me permitió quedarme a vivir con los pepenadores.
No crean que fue tan fácil. Había que levantarse todos los días a las cinco de la mañana, fisgonear en las bolsas y clasificar la basura. Mi cama era el cascarón de un auto herrumbroso. La comida consistía en sobras y migajas que obteníamos directamente de la basura. Eso sí: ahí el valor del dinero era diferente: las botellas y las latas eran apreciadísimas.
¿Qué hacía mientras tanto el Rey de la Basura?
Disfrutar de sus privilegios.
–¡No me baño, no me baño y no me baño! –gritaba cuando “El Cascajo” se acercó con una tina llena de agua.
–Pero, ejem, jefe, ya lleva dos meses sin bañarse –le explicó “El Cascajo”.
–¿Cómo creen que el Rey de la Basura va a oler bien? ¿Están locos?
A su modo, tenía razón.
–Le pido perdón, señor, pero es absolutamente necesario. Ya nadie quiere hacer negocios con usted debido a su olor. Así que a la una... a las dos... y a las ¡tres!
“El Cascajo” lo arrojó a la tina y entre los dos lo bañamos.
–¿Qué hay para cenar? –preguntó, muy ofendido y todo enjabonado.
–Pollo, señor.
–No. Quiero papas fritas y chocolates. Si soy el Rey de la Basura debo comer alimentos chatarra, ¿o no?
“El Cascajo”, imperturbable, lo obligó a comer pollo.
Eso me reveló que el Rey y “El Cascajo” eran como padre e hijo porque uno de los dos se preocupaba desinteresadamente por el otro, lo regañaba y lo obligaba a dormir.
Entendí que había muchos tipos de familia. Desde luego no tienen que ser papá, mamá e hijos.
Eso sucedía entre ellos dos, pero lo que nos unía a todos los demás era algo diferente y nuevo para mí: nos unía la sobrevivencia.
Todos buscábamos sobrevivir costara lo que costara: mintiendo, engañando o robando. Dominaba, como dicen, la Ley de la Selva... o mejor dicho, la Ley de la Basura.
Así estaba la cosa.
Por esa razón, llegó el día en que ya no quise seguir en el basurero. Empaqué mi saco de ropavejero y huí una tarde soleada. Faltaban quince días para el regreso a la escuela.
Mansour, Vivian. La almohada. México: sep (Astrolabio, Libros del Rincón), 2002, pp. 25-32.