Entrada de Iturbide en México


El día
27 de septiembre de 1821, once años once días desde el grito dado en el pueblo de Dolores, entró en México el ejército trigarante en medio de las aclamaciones del pueblo y de una alegría general. Iturbide era el ídolo a quien se tributaban todos los homenajes, y los generales Guerrero y Bravo, nombres venerables por sus antiguos servicios, casi estaban olvidados en aquellos momentos de embriaguez universal. Se percibían algunas veces los gritos de viva el emperador Iturbide; pero este jefe tenía la destreza de hacer callar aquellas voces, que podían alarmar a los dos partidos que ya comenzaban a pronunciarse, y eran el de los republicanos y el de los borbonistas. Ya se habían despertado estos recelos cuando la entrada en la Puebla de los Ángeles, con motivo de los gritos del pueblo, que pedía por emperador al generalísimo del ejército nacional, y más que todo porque se sabía que el obispo D. Joaquín Pérez, a quien hemos visto tomar tantos colores, había aconsejado a Iturbide que se coronase. Es evidente que en aquellos momentos hubiera sido fácil la empresa, porque no se habían organizado los partidos que después hicieron la guerra a este caudillo desgraciado. Si desde el principio concibió el proyecto de hacerse emperador, cometió una falta muy grave en no haber preparado los medios, y en crear obstáculos a la realización de su empresa. Dentro de poco veremos a este hombre rodeado de embarazos que él mismo se formó, de manera que no pudo hacer ninguna cosa útil a su patria, ni menos satisfacer su ambición, que no podía ocultar a pesar de las fingidas demostraciones de desprendimiento, que servían más para descubrir que para ocultar sus intenciones. Iturbide se parecía a aquellos herederos de grandes caudales, que no conociendo el valor de sus riquezas las desperdician. Muy poco había costado a este jefe el triunfo sobre los enemigos de su patria y la conquista de la opinión pública que anteriormente le era enteramente contraria, y creyó que podía disponer de ella como se usa de un capital para compras y ventas. Su superioridad facticia le causó una ilusión funesta; porque pensaba que ninguno se atrevería a disputarle ni la primacía, ni sus derechos al reconocimiento público. Olvidaba tantos héroes desgraciados que le habían precedido, y su mayor desgracia y desacierto fue proponerse por modelo al hombre extraordinario que acababa de desaparecer en Santa Elena. ¡Cuántos hombres se han perdido por estas ridículas pretensiones!

Ocupada la capital, se trató inmediatamente de organizar un gobierno provisional mientras se reunía el congreso, conforme a la convocatoria que debía formar una junta nombrada por Iturbide, encargada interinamente del poder legislativo. Se nombró una regencia, compuesta del mismo Iturbide, como presidente, del señor D. Manuel de la Bárcena, del obispo de Puebla D. Joaquín Pérez, D. Manuel Velázquez de León, y D. Isidro Yáñez. Este cuerpo debía ejercer el poder ejecutivo, y se procedió al nombramiento de una asamblea, compuesta de cuarenta miembros, que, como he dicho, debía ejercer el poder legislativo, mientras el congreso se reunía. En esta asamblea entraron personas que no podían sufrir que Iturbide se atribuyese la gloria y quisiese recoger los frutos de la empresa conseguida. Fuesen celos, fuese un deseo desinteresado de oponerse a la usurpación de un poder arbitrario, o ya un convencimiento de que convenía una dinastía extranjera; fuese, en fin (como sucedía sin duda en algunos), un entusiasmo ciego, pero sincero por la libertad, Iturbide encontró enemigos poderosos en varios miembros de la junta llamada soberana. D. José María Fagoaga, personaje conocido por sus padecimientos, por su adhesión a la constitución española, por sus riquezas y buena moral; D. Francisco Sánchez de Tagle, igualmente estimado por sus luces y otras cualidades; D. Hipólito Odoardo, D. Juan Orbegozo; estos individuos se pusieron desde luego en el partido de la oposición y formaron una masa en que se estrellaban todos los proyectos de Iturbide.

Oigamos al mismo jefe explicarse sobre este particular.

    Yo entré en México [dice en sus Memorias] el 27 de septiembre. En el mismo día fue instalada la junta de gobierno de que se habla en el plan de Iguala, y tratado de Córdoba. Yo mismo la nombré; pero no de una manera arbitraria, porque procuré reunir en esta asamblea los hombres de cada partido que gozasen de la mas alta reputación. En circunstancias tan extraordinarias, éste era el solo medio a que podía recurrir para satisfacer la opinión pública.

    Mis medidas hasta entonces habían obtenido la aprobación general, y no se habían frustrado mis esperanzas en ningún caso. Pero luego que la junta entró en el ejercicio de sus funciones, alteró los poderes que le habían sido acordados, y pocos días después de su instalación, ya yo preví cuál sería probablemente el resultado de todos mis sacrificios. Desde este momento temblé por la suerte de mis conciudadanos. Tenía en mi mano tomar de nuevo el poder, y me preguntaba a mí mismo por qué no lo hacía, si semejante medida era necesaria a la salvación de mi patria. Consideré, sin embargo, que por mi parte sería temerario tentar esta empresa por mi solo juicio. Por otra parte, si consultase a otras personas, podía traspirarse el proyecto, y en este caso, intenciones que no habían tenido otro origen que mi amor por la patria, y el deseo de asegurar su felicidad, se hubieran quizá  atribuido a miras ambiciosas, e interpretado como violación de mis promesas. Lo cierto es, que aun cuando yo hubiese conseguido hacer todo lo que me proponía, me hubiera extraviado del plan de Iguala, cuya religiosa observancia me había propuesto, porque lo miraba como el escudo del bien público. Ved aquí los verdaderos y principales motivos, que juntos a otros de menor importancia, me impidieron tomar ninguna medida decisiva. Si lo hubiese hecho, habría chocado con los sentimientos favoritos de las naciones civilizadas, y hubiera venido a ser, al menos por algún tiempo, un objeto de execración para los hombres infatuados de ideas quiméricas, y que nunca habían sabido o habían olvidado muy pronto que la república más celosa de su libertad había tenido sus dictadores. Puedo añadir, que siempre he procurado manifestarme consecuente a mis principios, y que habiendo ofrecido establecer una junta, había cumplido mi promesa y que me repugnaba destruir mi misma obra.

Aunque oscuro y embarazado en el estilo, se ve en este rasgo la situación en que se hallaba este jefe a los pocos días de su entrada triunfante en México, y al mismo tiempo se descubre una parte de su carácter y de sus intenciones.

El generalísimo creó un ministerio compuesto de las personas menos a propósito para conducirlo, ni menos para sostenerlo. D. José Pérez Maldonado, anciano octogenario, sin otro género de conocimientos que los de oficina subalterna en un ramo de alcabalas, era ministro de la hacienda; D. Antonio Medina, marino honrado y con algunos conocimientos en este ramo, fue nombrado secretario de la guerra; en justicia estaba D. José Domínguez, uno de aquellos hombres cuyo único mérito es plegarse a todas las circunstancias. En el ministerio de relaciones interiores y exteriores se colocó a un eclesiástico de quien es necesario hablar con mas extensión, por la influencia que ha tenido en la caída de Iturbide, y posteriormente del general Guerrero. D. José Manuel de Herrera fue hecho prisionero por los insurgentes en la primera revolución, y tomó el partido de éstos. Algunos estudios de colegio, un talento claro y una lentitud o frialdad muy notable en sus maneras, trato y resoluciones, han contribuido a darle reputación de hombre ilustrado. En 1813 fue diputado del congreso de Chilpancingo, y posteriormente enviado por el gobierno de los insurgentes a los Estados Unidos del Norte, con el objeto de entablar relaciones, y proporcionar recursos para hacer la guerra. El señor Herrera se quedó en Nueva Orleans, en donde es claro que nada podía hacer de importancia por la causa que representaba. Regresó a su patria sin haber dado ningún paso, y tuvo la suerte que los demás en aquella época, que fue la de indultarse. Iturbide le llamó a su lado poco después del grito de Iguala, y desde entonces tuvo una influencia muy notable sobre este jefe desgraciado. Herrera es un hombre, de quien no se puede hacer una descripción positiva: es necesario para darle a conocer, sin que se ofenda la verdad, definirle negativamente, por decirlo así: no tiene conocimientos en ningún género, no tiene actividad para ninguna empresa, ni capacidad para decisiones atrevidas, ni mucho menos para resoluciones que pueden tener grandes resultados. Si tuviese una fibra fuerte, yo diría que su sistema era el fatalismo; pero si prácticamente sigue esta doctrina, es más por abandono y pereza, que por haber fundado su conducta sobre algún principio. De consiguiente, no se sabe si tiene buenas o malas intenciones; si el mal que ha hecho a su patria y a las personas que han tenido la desgracia de dejarse dirigir por él, ha sido efecto de miras tortuosas, o más bien de una absoluta carencia de acción y de toda energía, que en tiempos de convulsiones es el mayor mal que puede acontecer a un gobierno. Éste era el ministro de relaciones interiores y exteriores de la regencia. D. Agustín de Iturbide la gobernaba casi enteramente, mucho más después de la muerte de O'Donojú, que aconteció pocos días después.

Los individuos de la oposición de que he hablado, formaron un partido que adquirió mayor fuerza con el establecimiento de logias masónicas, que bajo el título de rito escocés se establecieron por ellos o sus adictos. Se filiaron en estas asambleas secretas una porción de gentes que esperaban por ellas llegar a ser diputados o empleados de cualquier género: los empleados existentes se filiaron también para conservar sus destinos. Por medio de estas sociedades se circulaban las opiniones de los grandes directores. Los republicanos, que temían por parte de Iturbide el peligro más próximo de ver establecida la monarquía, se alistaron en las filas de los borbonistas, cuyos planes tenían el grande obstáculo de la oposición de las cortes de España, y el no consentimiento de la familia llamada. Los republicanos eran los que con más exactitud discurrían: conocían la rapidez con que se propagaban los principios de igualdad, y de consiguiente sus esfuerzos debían dirigirse a evitar que entrase la monarquía de Iturbide, que estaba a la puerta. Se agregaron a este partido, que llamaremos escocés, todos los peninsulares cuyo influjo era todavía poderoso. Muchos por odio a Iturbide, como jefe de la independencia que detestaban, y esperando como último asilo su familia querida de los Borbones. Increíble era el furor con que estos restos de los conquistadores de América se expresaban contra el hombre que estaba al frente de los destinos de la nación. Parecía que su primer deber era sacrificar esta víctima a los manes de Cortés, y de consiguiente no omitían ningún medio para arruinar a Iturbide. Esta aserción tiene sus excepciones, aunque pocas. Hubo algunos que no entraron en esta coalición, pero los miembros españoles de la junta, los militares españoles que se agregaron al ejército mexicano, los propietarios y comerciantes, que eran todavía muchos, todos formaban una masa que insensiblemente fue haciéndose más formidable en proporción de que se disminuía el prestigio del que mandaba. La junta era dirigida por los doctrinarios, esos hombres de sistema que creen infalibles sus principios, y lo que es peor, que hacen tan mala aplicación de ellos. Fagoaga, Odoardo, Tagle, el conde de Heras, y otros hombres como éstos, que habían leído obras de política, sin haber visto nunca la práctica de gobernar, tenían la verbosidad que se necesita para hacer callar a los que, aunque sintiesen lo contrario que ellos, no podían contestarles. Entraron halagando al pueblo con decretos que suprimían varias contribuciones, con particularidad sobre minas. Ni era el momento de disminuir los recursos al gobierno, que tenía sobre sí graves atenciones, ni era racional tomar ninguna medida en aquel ramo, sin examinar antes los presupuestos de gastos y de ingresos; ni mucho menos una junta provisional, que debía esperar dentro de tres meses la reunión del congreso, podía, sin incurrir en una falta grave, tomar medidas de tanta trascendencia. Pero el objeto era adquirirse popularidad; y en su estrecho modo de ver, hacer palpables al pueblo los beneficios de la revolución. ¡Cuánto mejor hubieran hecho en preparar los trabajos al congreso en vez de tomar resoluciones! Mas se crearon empleos, se concedieron premios y recompensas, se asignó un sueldo de ciento cincuenta mil pesos al generalísimo, de ochenta mil a O'Donojú, y en proporción se elevó el presupuesto de salidas, con los costos de conducción y manutención de las tropas españolas, y necesidad de tener en pie un ejército que se había aumentado hasta sesenta mil hombres. De manera, que habiendo crecido los gastos una tercera parte más, se tomó la resolución de disminuir las contribuciones, al menos en una cuarta. No se deben perder de vista estas observaciones para poder entender las causas de los posteriores acontecimientos.

El objeto primario de la junta debía ser la formación de una ley provisional de convocatoria; y en esta materia es en la que manifestó más falta de conocimientos y menos disposición para organizar bien la nueva sociedad mexicana. En vez de fundar las bases de los colegios electorales y de los diputados sobre la población y la riqueza, imaginaron los medios menos adecuados para obtener estos resultados. La más monstruosa amalgama de elementos heterogéneos fue el principio de sus operaciones. Primeramente, no era proporcionado el número de diputados de las provincias a su población. Durango, por ejemplo, que tenía doscientos mil habitantes, eligió doce diputados, y Oaxaca o Guadalajara, que tiene triple población, nombraron seis. En segundo lugar, en vez de sentar como base la propiedad, si querían adoptar esta condición, ocurrieron al extravagante medio de hacer nombrar por clases y oficios; por ejemplo, un comerciante, un minero, un propietario, un clérigo, un título, etc., creyendo sin duda muy neciamente, representar de esta manera los diversos intereses de la sociedad, y haciendo una parodia ridícula de los testamentos de España, o de los estados generales de Francia en una sola cámara. Esto era poner en pugna intereses demasiado opuestos, y hacer nacer debates, cuyos resultados no podían ser los de la calma y de maduras deliberaciones. ¿Se creyó que no debían formarse dos cámaras para hacer la constitución? Muy equivocados estaban los que después de haber hecho jurar el plan de Iguala y tratados de Córdoba, creyeron que todavía era necesario formar una constitución, si el congreso constituyente estaba obligado a observar su juramento, lo que parece muy cuestionable. Pusieron, pues, en la ley de convocatoria el germen de la destrucción del congreso y de la guerra civil. Desenvolveré más esta materia, para que no se crea que formo sistemas, ni escribo para sostener más un partido que otro.

Es una cualidad esencial de los cuerpos deliberantes la discusión y el debate. Componiéndose de personas que tienen diversos intereses e ideas, es indispensable que en las cuestiones espinosas y profundas de la legislación social, cada miembro presente las materias como las ve o como quiere que las vean los otros. Mas como en las asambleas nacionales no se trata de cuestiones puramente metafísicas cuyos resultados no importan, ni versan las disputas acerca de fenómenos naturales, que cualesquiera que sean las opiniones de los contendientes no por eso dejan de verificarse, sino de los más caros e íntimos intereses de la comunidad, y de las diferentes clases que ejercen en ella su influencia, es claro que un cuerpo cuyos objetos son estas graves materias, será  necesariamente un conjunto de pasiones fuertes y animadas, un campo de batalla, por decirlo así, en el que cada partido, cada clase, cada persona va a trabajar en el sentido de la comunidad o sociedad a que pertenece. Estos son principios incontestables. Ahora bien, la junta provisional, al formar una convocatoria que establecía la división de clases y fueros, ¿no sancionaba al mismo tiempo la monstruosa institución feudal de jerarquías privilegiadas? ¿No fomentaba la separación establecida sobre usurpaciones de los unos, sobre los abusos de la superstición de los otros, y en suma, sobre las conquistas hechas por los pocos a expensas de la mayoría? Pero en un pueblo en donde la razón no había aún establecido su imperio; en una sociedad naciente para la civilización, en la que los hábitos de la obediencia y un sistema de educación calculado para hacer de los habitantes imbéciles esclavos, imposibilitaba los efectos de disertaciones tranquilas y luminosas, era una consecuencia el que se tramasen conspiraciones en vez de meditarse discursos, y que el poder por su parte se revistiese de una energía temible, para no ser destruido. En las dietas antiguas de Polonia se acababa algunas veces la discusión con el asesinato violento de un nuncio; en la convención de la ilustrada Francia, M. Ferrand fue sacrificado por un pueblo feroz en la misma tribuna. Ved aquí las pasiones desencadenadas, cuyos efectos se explicaron en México de otra manera. Pero la principal falta de esta convocatoria, como observa muy bien Iturbide en sus memorias, era la de haber dado a los ayuntamientos de las capitales el sufragio que se les concedió para la elección de diputados, resultando que en la mayor parte de las provincias, las elecciones fueron hechas por los ayuntamientos, que son compuestos de los regidores, cuyas funciones no son ciertamente las de formar colegios electorales. Pero esto convenía a las miras de los que querían dirigir la nación e influir en las elecciones, como sucedió. Los individuos de que he hablado, y que se pusieron al frente de la oposición, hicieron las elecciones en México, en Puebla, en Querétaro, en Veracruz, en Valladolid, en Durango, en Guanajuato y en otros puntos; siendo de consiguiente la mayor parte de los diputados nombrados en estas provincias adictos a sus opiniones, y lo peor de todo, muchas veces ciegos instrumentos de sus intrigas.

Después de cuatro meses de existencia en que, como hemos visto, la junta soberana provisional expidió leyes y decretos que disminuían los recursos, fomentaban la división de clases, consagraban los fueros y privilegios, creaban empleados, y amontonaban, por decirlo así, obstáculos sobre obstáculos al congreso constituyente, a fines de febrero de 1822 se reunió esta asamblea, compuesta, como se ha dicho, de los más heterogéneos elementos. En su cuna se manifestó desde luego el espíritu de que estaban animados los partidos. Se nombró presidente a D. Hipólito Odoardo, uno de los jefes de la oposición, y de los más obstinados enemigos de Iturbide. Odoardo era ministro de la audiencia, de algunos conocimientos en jurisprudencia, y con pretensiones de hombre de profundo saber en política: hablaba con facilidad; pero lo hacía como si estuviese en el foro, y no conocía el idioma de la tribuna. Aquello era ya mucho para un congreso, cuya mayor parte se componía de abogados medianos, de estudiantes sin carrera, de militares sin muchas luces, y de clérigos canonistas y teólogos. Muy pocos eran los que podían decir con exactitud que poseían conocimientos en algún ramo. La escuela práctica nos faltaba a los americanos, y al referir como historiador hechos notorios, y pronunciar un juicio severo sobre mis conciudadanos, es claro que estoy muy distante de disminuir el mérito de hombres, cuyos esfuerzos sobre su educación eran prodigiosos. Pero ¿en dónde podían haber adquirido la ciencia práctica de los negocios, sin la cual el hombre de Estado se pierde en el caos de las teorías? Las cortes de Cádiz y las de Madrid, en ambas épocas constitucionales, ¿no dieron también tristes ejemplos de su inexperiencia y ausencia de los grandes principios? ¿No las hemos visto tratar las materias más frívolas como los más importantes negocios del Estado, y los asuntos más graves abandonarlos? ¿Quién no se humilla delante de esa constitución española, documento de la ligereza, de la inexperiencia y frivolidad de sus autores? Y ¿qué diremos de las miserables parodias del Portugal, Nápoles y el Piamonte en 1821? La Francia había precedido a estos pueblos treinta años antes; pero tenía al menos el mérito de la originalidad. En el congreso mexicano se hubieran buscado inútilmente hombres que pudiesen oponer las lecciones de la experiencia al torrente de los partidos, al deseo de ver publicada una constitución en la nación, y al furor de hacer ostentación de doctrinas que se habían aprendido y se querían enunciar. ¿En dónde podían haber tomado los nuevos diputados esas lecciones del profundo arte de gobernar tan complicado como difícil? Era necesario que se propusiesen imitar lo que más estaba al alcance de sus conocimientos adquiridos: era necesario que tropezasen a cada momento con las dificultades que brotaban a cada instante. Todos deseaban ver consolidarse un orden de cosas; pero sus esfuerzos mismos eran otros tantos obstáculos al fin deseado. El grande objeto de la independencia estaba conseguido; en obsequio de ella habían enmudecido los partidos y sometídose las pasiones; ahora se presentaban con toda su energía, y nacían pretensiones de diferentes géneros. Vamos a ver su curso y su desenvolvimiento, y ésta no será  quizá  una lección perdida para los mexicanos.

Poco antes de la instalación del congreso, se formó una conspiración contra Iturbide, cuyo objeto no se sabía, aunque es de presumir que sería para privarle del poder y sustituir otro gobierno. Muy inciertos fueron los datos que resultaron contra los arrestados por este proyecto. Bravo, Barragán, Victoria, y otros jefes de menor graduación, fueron acusados como cómplices, aunque nada pudo probárseles. Fueron arrestados, y no contribuyó esto poco para aumentar los enemigos del generalísimo. Lo cierto es que se les puso en libertad poco tiempo después, dejando irritados a hombres, que si no eran delincuentes, fue una grave falta haberles atropellado. Victoria se fugó de la prisión y estuvo oculto, haciendo una vida oscura, hasta que salió después para figurar en la escena. Aunque fue nombrado diputado por Durango, nunca quiso pasar a desempeñar sus funciones, y a la verdad que su cálculo fue muy acertado, porque en un teatro semejante hubiera dado a conocer su nulidad, sin haber obtenido el delicado y alto puesto que le dio a conocer después. Aunque yo me hallaba en México cuando este suceso, por los informes que tomé he averiguado que no había en realidad un proyecto de conspiración formado, aunque los individuos arrestados tenían los deseos y las intenciones. Quizá  se propuso en las logias escocesas echar abajo a Iturbide, y éste, que tenía espías en ellas, tuvo viento del proyecto. Yo mismo oí en una de sus tenidas, a que concurrí una sola vez, decir a un coronel en una discusión acalorada en que había más de cien concurrentes, que si faltaban puñales para libertarse del tirano (este nombre se daba a Iturbide) ofrecía su brazo vengador a la patria. Semejantes baladronadas no tenían otro efecto que irritar a este jefe, que entonces era más oprimido que opresor. Sabía la existencia de las logias; no ignoraba lo que en ellas se trabajaba para desconceptuarlo; veía que aumentaban los prosélitos rápidamente, y no tenía la resolución suficiente para reprimirlas. Un hombre cuando tiene proyectos ambiciosos no debe ser débil en ningún paso. Pero ésta ha sido siempre la falta de los hombres medianos, y sin exceptuar al ilustre Bolívar, nuestros héroes americanos (no hablo de los Estados Unidos del Norte) nunca han adoptado un sistema con constancia. Si Iturbide no se sentía con toda la energía que inspira a una alma orgullosa el sentimiento de su fuerza, ¿por qué no resignó todo mando, y se retiró a la vida privada? Pero le faltaba la resolución aun para este acto de desprendimiento: quería ser llamado el Washington mexicano, sin las grandes virtudes de este padre de la independencia americana, y aspiraba a imitar a Napoleón, sin siquiera un solo rasgo del carácter del héroe. Todo eran pequeñas intrigas en palacio, círculos de gentes infatuadas con los gritos de la plebe, la guardia vestida de galones y con esperanzas de cruces: el pueblo se ofendía de todo aquel aparato, que no era sostenido por actos de firmeza, ni correspondía a las promesas de libertad. Todo esto lo hacían los enemigos, y se aprovechaban de los errores de esos hombres nuevos que se sobreponían a sus conciudadanos, insultando la pobreza pública con un lujo poco conveniente. Ved aquí lo que conducía a los Bravos, Barraganes, Victorias, Guerreros y otros, a mirar con repugnancia la marcha adoptada por Iturbide, a resistir unirse a él de buena fe. En efecto, este jefe no quería a su lado iguales, sí súbditos: su carácter altanero no sufría concurrencia, y la elevación de su genio no estaba a la altura de sus pretensiones; en suma, ni tenía las virtudes republicanas, ni la dignidad y energía que da el genio, o una larga serie de reyes progenitores.

En el día de la apertura del primer congreso nacional mexicano, se presentó el generalísimo D. Agustín de Iturbide a la cabeza de la regencia, para abrir las sesiones con las formalidades que en estos casos se acostumbran. Fuese por inadvertencia, fuese con estudio, ocupó la derecha del presidente del congreso. Pero D. Pablo Obregón, diputado suplente por México, reclamó el asiento de preferencia para el presidente del congreso. Esta incidencia fue sumamente desagradable en el momento en que el congreso constituyente de la nación mexicana recibía en su seno al hombre que se había puesto a la cabeza de su emancipación. El señor Iturbide tomó la izquierda, y leyó un discurso lleno de generalidades insípidas, que no tenía ciertamente ni siquiera el mérito de la novedad. Un acto tan augusto que debía señalarse de una manera no solamente brillante, sino singular, se redujo únicamente a consagrar abusos recibidos de los españoles, y a hacer elogios, si bien merecidos, pero inoportunos, de los que habían contribuido a la empresa. El presidente Odoardo contestó del mismo modo poco más o menos, y después de este acto el congreso, que debía levantar la sesión, la continuó para tratar las más graves e importantes cuestiones. Varios diputados, entre ellos con especialidad D. José María Fagoaga, comenzaron haciendo proposiciones cuya resolución tenía por objeto fijar de una manera estable, a su modo de ver, las bases de una monarquía constitucional. Fagoaga y su partido estaban de acuerdo con el de los iturbidistas, en que no debía adoptarse una forma republicana; pero diferían sobre la persona que ceñiría la corona imperial de México. Se concebirá  fácilmente hasta qué punto se podrían agriar partidos, cuyo objeto era la ocupación de un trono por una u otra dinastía. Se sentaron, pues, las bases de una monarquía constitucional, y de la forma representativa en el primer día. Ninguno en aquel momento osó pronunciar el nombre de república, aunque en el congreso había muchos republicanos. Si en aquella época la corte de España hubiese aprovechado la oferta que se hacía de la corona a un príncipe de la sangre, indudablemente se hubiera establecido en México la monarquía bajo la familia de los Borbones. Estaba muy reciente el juramento hecho al plan de Iguala, la nación se hallaba solemnemente comprometida, y los directores mismos de la revolución, cualesquiera que hubiesen sido sus intenciones y proyectos secretos, no podían volver atrás, a vista de los principios que habían establecido. Iturbide se habría contentado con ser uno de los grandes duques del imperio, y la virtud republicana de los Guerreros, Bravos y Victorias, o se hubiera plegado a los deseos de la nueva corte, o hubiera tenido necesidad de ceder al impulso de un gobierno enérgico y vigoroso. Pero el gabinete de Madrid, tan obstinado como falto de consejo, y lo que es más extraño, las cortes españolas, esa asamblea que había hecho profesión pública y solemne de la soberanía nacional, principio vital y que servía de base a su misma existencia, no quisieron reconocer la aplicación de su misma doctrina en la otra parte del Atlántico. Contradicción monstruosa, y evidente prueba de que los directores de aquellas asambleas no obraban por un profundo convencimiento de la certidumbre de sus ideas, ni tenían la conciencia de sus doctrinas! Al fin Fernando y su gabinete han sido consecuentes en sus principios y conducta. Su absurdo derecho divino era el que dirigía su marcha en uno y otro hemisferio.

Sentadas las bases del gobierno monárquico, se nombraron comisiones para entender en los diversos ramos que debían ocupar la atención del congreso. Hubo una de constitución, dos de hacienda, de justicia, de negocios eclesiásticos, de guerra y marina, de policía, y otras especiales para algunos ramos privilegiados. La constitución española regía, más bien por el hábito de obedecer las órdenes de ultramar, que por un decreto que se hubiese dado. Un mal reglamento de debates, formado por la junta provisional, embarazaba a cada momento las discusiones en vez de facilitarlas, y como los que lo hicieron estaban en el congreso, ellos mismos eran los intérpretes en los casos dudosos. El partido de los borbonistas, nombre que se daba al de los señores Fagoaga, Tagle, Odoardo, Mangino y otros notables, se había apoderado de las influencias de la asamblea. Las elecciones para los oficios salían de la casa en que se reunían estos individuos; y aunque los del partido de Iturbide hacían esfuerzos para contrabalancear, nunca consiguieron mayoría. El congreso, pues, estaba en su mayor parte en contradicción y lucha abierta con el jefe de la nación, que así puede considerarse a Iturbide. Los diputados que pertenecían a este partido no tenían, con pocas excepciones, las capacidades que en el otro; y como la tendencia de aquel era aparentemente a la libertad, y la de éste a restricciones que exigía el poder ejecutivo, tenía el primero más simpatías, y daba un campo más vasto a desplegar doctrinas en la tribuna. ¿Encontrábase por acaso el gobierno embarazado con la multitud de atenciones y escasez de recursos? El congreso empleaba largas discusiones sobre la necesidad de las economías, sobre lo gravoso de las contribuciones, sobre la miseria pública. Los oradores empleaban una o media hora en explayar lugares comunes, en declamaciones sin sentido común, en diatribas fuertes y en generalidades insulsas. Las discusiones se hacían durar sin ningún resultado, y el gobierno, que veía en los diputados en lugar de auxiliares, enemigos, se irritaba contra una asamblea cuyo poder se hacía más temible cada día. Entretanto la influencia de Iturbide se disminuía, la memoria de los beneficios hechos a la patria y sus últimos servicios, se debilitaban con el contraste de las nuevas ambiciones que se desenvolvían; se creaban desafectos de los que no eran colocados, de los que no recibían todo lo que creían haber merecido, y últimamente de los antiguos insurgentes, a quienes Iturbide tuvo la imprudencia de tratar siempre con cierta especie de menosprecio.

En estas circunstancias los francmasones escoceses crearon un periódico titulado El Sol, con alusión al nombre de una de sus principales logias. Ya se entenderá fácilmente que este periódico tenía por objeto atacar la administración de Iturbide, y halagar el partido que aspiraba por un gobierno liberal. La ineptitud del ministerio se demostraba con el silencio que guardaba en aquella época. Un periódico semanal, titulado El Noticioso, defendía con languidez al gobierno, que visiblemente perdía su prestigio. El ministro Herrera, que podía considerarse como el alma de aquella administración, se limitaba a pequeñas intrigas individuales, a conversaciones aisladas con diputados, los más de ellos incapaces de nada, y lo peor de todo, su principal ocupación era adular baja y servilmente a D. Agustín de Iturbide, inspirándole siempre ideas de dominación, pintándole como el ídolo del pueblo y como inaccescible a los ataques de sus enemigos. Iturbide en efecto era amado, y la nación mexicana no podía olvidar el inmenso servicio que acababa de hacerle. Pero el amor del pueblo es transitorio cuando no se procura consolidarle con grandes beneficios; es un amor que sólo se funda en un principio de egoísmo, porque los pueblos no tienen simpatías personales. Los partidarios de la oposición ofrecían bienes que se temían no recibir del héroe de Iguala. Su periódico era el nido de la abutarda, en donde todos podían poner sus producciones, y los republicanos permitían que se hablase en él de llamamiento de los Borbones como de una cosa esencial, con tal que ellos también pusiesen sus artículos contra el despotismo en favor de un sistema libre. ¡Qué nos importa, decían éstos, que los borbonistas escriban y trabajen por su monarquía borbónica, si el mal suyo consiste en que los mismos que son llamados no quieren ni querrán nunca venir! Unámonos con éstos para evitar que Iturbide usurpe el poder supremo y establezca una monarquía, y después de triunfar de este obstáculo, haremos desaparecer la soñada dinastía de los Borbones. Esto lo oía yo frecuentemente, entre los que después han figurado como los primeros motores de la federación. Ahora paso a hacer las calificaciones de las personas que pertenecieron a uno y a otro partido, y que por su influencia decidían del éxito de los negocios.

Entre los generales del ejército mexicano se declararon abiertamente por el partido de Iturbide, D. Anastasio Bustamante, D. Antonio Andrade, D. Luis Quintanar, D. Manuel Sota Riva, D. Zenón Fernández, D. Manuel Rincón y su hermano D. José, D. Francisco Calderón, D. Antonio López de Santa-Anna, D. Luis Cortázar y D. Vicente Filisola. Estaban en contra, aunque no abiertamente, D. Miguel Barragán, D. Juan Orbegozo, D. Guadalupe Victoria, D. Pedro Celestino Negrete, D. José Morán, D. Nicolás Bravo, D. Vicente Guerrero, D. Joaquín Parres, y unos cuantos oficiales de menor graduación. El general Echávarri era amigo íntimo de Iturbide y poseía todas sus confianzas. El general Santa-Anna, aunque no con la misma intimidad, tenía el aprecio de la familia: el señor Negrete era amigo también, y jugaban al tresillo con mucha frecuencia. Al general Guerrero le dispensaba consideraciones de otro género, y en el curso de esta historia veremos las distinciones hechas a D. Nicolás Bravo. Estoy seguro de que la conducta de todos estos generales no estaba fundada en ningún sistema fijo ni arreglado. La obediencia de los primeros era ciega y no conocía límites. Iturbide era el jefe, era el ídolo que reverenciaban, y no conocían otro deber que el de obedecerle. Entre los segundos, creo que Morán, Negrete y Orbegozo se proponían llevar al cabo el tratado de Córdoba, colocando una rama cualquiera de la familia de Borbón en el trono. Guerrero, Victoria, Bravo, Parres y Barragán, obraban por sentimientos republicanos, y ninguno podía llevar a bien que un hombre que había salido de México coronel un año antes, estuviese en la altura en que se hallaba Iturbide con sus excesivas pretensiones. El ejemplo admirable de Washington y el desprendimiento de que en aquella época hacía ostentación Bolívar, después de los inmensos servicios de ambos a la causa de la libertad, hacían parecer la conducta de Iturbide como manchada por una codicia sórdida y una ambición peligrosa. Para que se pueda formar juicio exacto sobre la conducta de algunos de estos jefes, voy a presentar sus diversos caracteres en cuadros rápidos, y a darlos a conocer como son, o al menos como a mí me parecen ser.

El general Guerrero es un mexicano que nada debe al arte y todo a la naturaleza. Tiene un talento claro, una comprensión rápida, y extraordinaria facilidad para aprender. No habiendo recibido ningún género de educación, y habiendo comenzado su carrera en la revolución, muy pocas lecciones pudo tomar de elocuencia y cultura en los cerros y bosques, entre indígenas y otras castas, a cuya cabeza hacía una guerra obstinada a los españoles. Su genio sólo pudo conducirle hasta el punto a que le hemos visto llegar, y su constancia es a la verdad un testimonio irrefragable de que posee virtudes sociales. Se dispensaba la poca urbanidad de su trato familiar y algunos resabios del hombre de los bosques, en obsequio de sus grandes servicios, y más que todo de su humanidad y de su amor constante por la libertad. D. Nicolás Bravo, compañero y antiguo amigo de Guerrero, ha sido el héroe de un partido, y por desgracia de la nación, su instrumento. Bravo recibió lo que se puede llamar educación primaria. No tiene conocimientos en ninguna materia, y su trato familiar es árido. Si hemos de juzgar por las apariencias, este general es de muy cortos alcances y de poca capacidad. Los españoles le colocaron a la cabeza de sus logias, y en su nombre se hacían todas las maniobras del partido. Pudieron lisonjear sus afecciones, y su mayor elogio era el de haber dado libertad a doscientos españoles que tenía prisioneros cuando hacía la guerra de independencia, el día mismo que supo que su padre había sido ejecutado en México. Virtud digna de un santo padre de la Iglesia, si se quiere; pero falta notable en un general, que podía sacar mayores ventajas de los enemigos, canjeándoles con otros, o armándolos entre sus filas. Algunos contestan este hecho; pero Bravo no lo ha desmentido. Sus enemigos le acusan de cruel y sanguinario, por algunos actos de severidad que se han cometido en su nombre; yo creo que obrando por sí este hombre se inclinaría generalmente al bien; mas todas sus acciones son efectos de influencias que él mismo no acierta a conocer.

D. Pedro Celestino Negrete es un general español que hizo la guerra cruelmente a los insurgentes; se unió a Iturbide en 1821, y sirvió bien a esta causa. Es hombre de un talento mediano, obstinado como sus paisanos, adicto a las ideas de monarquía moderada. Me parece afecto a la nación mexicana, en donde tiene una familia distinguida; y la poca parte que tomó en los sucesos posteriores a la constitución de 1824, hace creer que preferiría el retiro y la tranquilidad doméstica a una influencia peligrosa.

D. Miguel Barragán es uno de aquellos personajes que han entrado a figurar en la escena política sin grandes recursos mentales, sin instrucción, sin energía; pero con deseos positivos de hacer un bien a su patria. De consiguiente cooperó como pudo a la independencia en 1821, aunque anteriormente había hecho la guerra con los realistas. Introducido en las logias españolas, era en cierta manera como Bravo, el instrumento de los directores. Pero su carácter es suave, y no participa nada de la dureza y obstinación de este general. Barragán, por último, cometerá errores por condescendencia de partido o de familia; pero no por intención. D. Anastasio Bustamante hizo mucho tiempo la guerra a los patriotas entre las filas españolas. No es hombre de grandes capacidades ni de genio superior. Tiene mucha calma en sus resoluciones, y no se sabe si esto procede de meditación o de dificultad en comprender. Pregunta antes de entrar en un proyecto si será justo. Pero cuando una vez se ha convencido, o lo parece, se sostiene con constancia. Más le ha acomodado obedecer que mandar en grande, y por esto era tan ciego servidor de los españoles, y de Iturbide después. Tendré ocasión de hablar más adelante de este individuo.

No es necesario describir el carácter de otros generales subalternos, cuyos nombres no representan sucesos memorables. En presencia de las cuestiones generales ligadas al interés público y al honor nacional, que empiezan a nacer en esta época, los nombres propios no tienen valor sino en cuanto se ligan con las primeras por relaciones íntimas, y en cuanto estos nombres representan un sistema o un pensamiento político. Bajo este aspecto es como he considerado a los hombres de quienes hablo. No debo por consiguiente omitir los de los generales Terán, Santa-Anna y Guadalupe Victoria; que han hecho históricos sus nombres por sus acciones. A la nación importa conocer a sus ciudadanos, y a la posteridad deben pasar presentados con imparcialidad, para que su juicio no esté fundado sobre conjeturas vagas o mentirosas tradiciones. La presente generación dirá si al hablar de estos personajes que han figurado entre sus negocios de Estado, doy una sola plumada que parezca dictada por otro interés que el de la verdad.

D. Guadalupe Victoria es hombre del pueblo; porque su nacimiento, sus trabajos y su fortuna han sido del pueblo. Siendo estudiante en S. Ildefonso de México dejó el colegio en 1811 para alistarse entre los patriotas, en cuyas filas sirvió, si bien constantemente, no con el éxito que sólo corresponde a los grandes conocimientos, a la actividad y al continuo trabajo. Tuvo serios disturbios con D. Juan Nepomuceno Rosains y con D. Manuel Mier y Terán, nacidos de disputas sobre el mando. Sus fatigas todas fueron en la provincia de Veracruz y parte de Puebla; varias veces ocupó el Puente del Rey (hoy Nacional) e impidió el paso de las tropas españolas al interior y de los convoyes de platas al puerto; pero nunca dio una grande acción, ni sus empresas salieron de la órbita común. Sirvió como podía alcanzar a la causa de la independencia, y se manifestó contra los proyectos de Iturbide, como hemos visto. Los principales defectos de Victoria son, la irresolución e indolencia, y mucha presunción de poseer grandes conocimientos, que ciertamente no posee. ¿Y en dónde pudo haberles adquirido? Por lo demás es humano, amante de la libertad y sinceramente deseoso del bien de su patria. Como he de hablar en adelante de este personaje por el papel que ha hecho después, no me extiendo más sobre su carácter. Se ha dicho con mucha generalidad, que cuando Iturbide entró en Querétaro o San Juan del Río, Victoria le presentó un plan ridículo de monarquía, cuyas principales bases eran que el monarca fuese mexicano, que se casase con una india, cuyo nombre debía ser Malinche, aludiendo a la célebre Doña Marina de Hernán Cortés; que Iturbide le despreció y trató como un demente y que éste fue el principio del odio de Victoria contra este jefe. Yo no doy asenso a esta anécdota, aunque me la han referido personas caracterizadas. Lo que no deja duda es, que Victoria se presentó a Iturbide, y que éste no le consideró capaz de ningún empleo de mucha representación. Quizá esta circunstancia ha contribuido mucho a la elevación de Victoria.

D. Manuel Mier y Terán es uno de los personajes que más se han distinguido entre los antiguos patriotas y mexicanos independientes, por sus conocimientos, sus servicios patrióticos y constante aplicación al estudio. Es quizá el hombre menos franco y más difícil de ser conocido entre sus contemporáneos. Sea por desconfianza que tiene de los demás, sea por querer aparecer siempre incomprensible, se nota en sus conversaciones cierto embarazo, una oscuridad que no proviene evidentemente de falta de capacidad para explicarse. El modo con que disolvió el llamado congreso de Tehuacán explica su carácter. Por lo mismo no es hombre de voluntad fuerte, aunque esté algunas veces convencido de lo que debe hacerse. Esta reserva, esta ambigüedad no da lugar a las confianzas de la amistad, ni de los partidos, y quizá por esto Terán no tiene ni amigos ni partido. Aunque no era del de Iturbide, sólo le hacía la guerra con hipocresía y sordamente. Le veremos después aparecer en la escena, aunque nunca con mucho brillo.

D. Antonio López de Santa-Anna es uno de los generales de quien tendré que ocupar muchas veces a los lectores. Habiendo servido al gobierno español contra los antiguos insurgentes, tomó parte en el movimiento nacional de 1821, con el ardor y entusiasmo que pone en todas sus empresas. Sirvió útilmente en la plaza de Veracruz y otros puntos, y su valor manifestado en todas circunstancias le granjeó el favor, y aun la amistad de Iturbide. Es un hombre que tiene en sí un principio de acción que le impulsa siempre a obrar; y como no tiene principios fijos, ni un sistema arreglado de conducta pública, por falta de conocimientos, marcha siempre a los extremos en contradicción consigo mismo. No medita las acciones ni calcula los resultados; y ésta es la razón por que se le ha visto arrojarse a las más temerarias tentativas, aun sin apariencias de un buen éxito. Baste por ahora este pequeño bosquejo de un general, a quien darán a conocer sus acciones, descritas con la imparcialidad con que lo hacemos.

He dado algunas pinceladas anteriormente que dan a los lectores conocimiento del carácter y circunstancias de las personas civiles que tenían influencia en los negocios públicos en la época de que voy hablando. No omitiré dar descripciones más extensas conforme se vayan presentando en la escena nuevos individuos. En esta época llegó a México D. Miguel Ramos Arizpe, diputado que fue en las cortes de España por la provincia de Coahuila, y que se hizo tan notable por su caracter fuerte y tenaz. Sin conocimientos profundos en ningún género, este eclesiástico, con un talento claro y mucha actividad, ha sabido ganarse mucha influencia entre los liberales. Se decía de él que conocía la intriga, y que en las maniobras de los salones y de las juntas era muy diestro. Quizá en esto empleaba toda su actividad; lo cierto es que tenía sus subordinados, a quienes empleaba como le convenía, y entre los cuales deben ocupar un lugar los señores D. Pablo de la Llave, D. Mariano Michelena, D.F. Vargas y el canónigo Couto, que en España, y después en América, sirvieron mucho a sus miras. Tenía un carácter dominante que no sufría contradicción, y esto le daba ventajas sobre los hombres medianos; pero sabía muy bien plegarse, cuando veía que no podía sacar partido con la obstinación. Ninguno sostuvo con más calor y celo la independencia de la América, y es necesario decir en obsequio de la justicia, que cuando los diputados de México pidieron en las cortes en 1821 la creación de gobiernos en América y una rama de la dinastía, Arizpe se negó a entrar en ningún llamamiento de familia real. Su alma republicana repugnaba el nombre de monarquía en su patria; circunstancia tanto más notable, cuanto que es un eclesiástico, y canónigo de la catedral de la Puebla de los Ángeles.