Bien dicen que Dios jamás olvida
a los pájaros ni a los cronistas. Temí no hallar asunto
para escribir mi artículo de hoy, y he aquí que al subir
a un coche, me encuentro unas cuantas hojas manuscritas, atadas por
un balduque azul celeste.
¿No conocen ustedes a Juan Lanas?
¿No? Pues van ahora a conocerlo.
No, esto es insoportable. Ame Ud. a una mujer con toda su alma, deje
Ud. todos los paseos, todas las diversiones para dedicarse a estudiar,
sólo a estudiar: enciérrese en las cuatro paredes de su
cuarto sin salir más que por la noche, como los mochuelos, para
encaminarse pian pianito a la casa de "ella"; ella, la que
nos impulsa al trabajo, la que nos alienta, la que nos fortifica; hágase
Ud. hurón para sus compañeros, selvático para sus
amigos, insoportable para todos, y sin tomar nunca una copa, sin ir
al café, sin perder el tiempo en las calles, en los paseos, en
los teatros, más austero que un cenobita, más estudioso
que Pico de la Mirándola, renuncie Ud. a la vida animada de los
jóvenes y pase horas tras horas con los codos apoyados en la
mesa, con un libro, casi siempre árido y seco, abierto constantemente
ante los ojos, quemándose las pestañas, debilitándose
el cerebro, sin tener más esperanza ni más felicidad,
ni más consuelo que decirse para sus adentros, cuando vaya Ud.
a meterse entre las sábanas: vamos, Carlos, estoy contento de
ti, eres un buen muchacho, has estudiado tantas páginas, no has
gastado el tiempo inútilmente, ya gozaste dos horitas de felicidad
pasadas en dulce plática con Luisa; vamos, estoy contento, sigue
así; por ahora, duérmete, y mañana cuidado conque
se os peguen las colchas, señor flojo; en cuanto suene el alba,
a poner los huesos de punta, a trabajar otra vez, que para eso ha hecho
Dios Nuestro Señor el día; y así, siguiendo como
vamos, con paciencia y un ganchito pasarán los días v
las semanas y los meses, y dentro de año y medio o dos años,
echando por lo alto, habremos ya vadeado el río, y podrá
Ud., ir al examen y contestar a todas las preguntas, y obtener el título
de médico, y después aquí entra lo más
dulce, presentarse en la casa de la novia, que estará más
contenta que unas pascuas; y así, al oído, quedo, muy
quedito, decirle con la voz entrecortada de alborozo: mira, Luisa, por
ti he hecho esto y aquello y lo de más allá; por ti he
pasado mi vida emparedado en mi tugurio de estudiante, inquiriendo muchas
cosas que no me interesaban, porque a mí sólo me interesa
lo que te toca a ti, mi vida; consumido y escuálido a fuerza
de estudiar horas tras horas; por ti he hecho todo esto, y habría
hecho más, mucho más si hubiera sido necesario; pero ahora
ya soy feliz, he terminado mi carrera; mira, aquí está
mi título; dicen que tengo un porvenir grande, muy grande; toda
mi gloria, toda mi vida, todo mi porvenir son tuyos; te amo con toda
el alma; Luisa, Luisa mía, ¿me quieres? La muchacha, por
supuesto, se pondrá más coloradita que una rosa, entornará
sus párpados, arrugará con sus dedos sonrosados una de
las puntas de su delantal de casa, pero luego levantará los ojos,
¡aquellos ojos con los que he soñado tantas noches! y mirándome
así, como entre alegre y asustada, murmurará un "sí"
tan tembloroso, tan quedo, tan entrecortado, que más bien que
oírlo he de adivinarlo; sí, de adivinarlo, porque en aquel
momento sus pupilas aparecerán más brillantes, más
húmedas que nunca, y nuestras manos corno atadas de improviso,
entrelazarán sus dedos muy estrechamente, y una sonrisa, una
sonrisa apacible, dulcísima, inefable, entreabrirá por
un momento aquella boca, aquella cereza que los pájaros abrieron
picoteándola.
Eso es, haga Ud. todo esto; abrigue durante uno dos, tres años,
estos sueños, estas ilusiones de color de rosa, y el mejor día,
cuando esté más próximo el ansiado término,
se encuentra Ud. con un pollito adamado, con un mozalbete estúpido
cuya única sabiduría consiste en atusarse con pomada "hongroise"
los nada artísticos bigotes, en robar a su padre los dineros
que derrocha diariamente en las cantinas, en andarse con no muy virtuosos
compañeros por lugares nada limpios que digamos, en emborracharse
y despilfarrar cuanto posee; y ese pollito, ese mozalbete, ese muñeco,
os birla en un abrir y cerrar de ojos a la novia, conquista su corazón
o su vanidad por lo menos; si ella cuenta con algún capital,
aunque sea escaso, es capaz de casarse "incontinenti"; y entretanto,
Ud., el imbécil, el necio, el hotentote, después de una
vida de sacrificios y de privaciones, se encuentra con que aquel zascandil
menospreciable le ha escamoteado corno por encanto su porvenir, su vida,
su felicidad, su todo.
¿Pero cómo tolera Dios estas infamias? ¿En dónde
está la justicia que domina y arregla al Universo? ¡Si
es una atrocidad! ¡Si no hay palabras con que poder nombrar estos
delitos! ¡Y yo que la amaba tanto... que la amaba, sí...
! ¡no, mentira! ¡que la amo, que la amo todavía!
Ayer mismo, después de cerrar el libro y apagar el mechero de
aceite para adormecerme, me bajé descalzo de la cama, me dirigí
a la pobre mesa que me sirve, y abriendo uno de sus cajones toscos y
groseros, saqué temblando de emoción aquella cinta azul
que la otra noche tomé furtivamente del tocador de Luisa. ¡Pobre
corazón mío! casi se me saltaba del pecho cuando apretaba
convulso con mis manos aquella cinta azul que tantas veces había
visto entrelazada en su cabello.
Así, velando aquella prenda de mi Luisa, volví a tenderme
en mi jergón, con el alma entristecida por no sé qué
extraños presentimientos de amargura, pero amándola con
toda mi alma, y... no me avergüenzo de decirlo, llorando, sí,
llorando como un niño.
Esta mañana todavía, volví a casa de Luisa para
cumplir uno de los encargos que anteayer me hizo; entré; me acuerdo
que, como era muy temprano, ella estaba en su tocador, y al escuchar
mis pasos corrió a cerrar la puerta, gritando: "No se puede
entrar, no se puede entrar, espérame". Nunca olvidaré
aquel diálogo que tuvimos después. Ella entreabrió
la puerta nada más lo suficiente para asomar por ella la cabeza,
y escondiendo su cuerpo detrás de uno de los bastidores, sólo
me dejaba ver un par de dedos afilados, color de rosa, suaves, que Dios
sabe con cuanto placer hubiera yo tocado con mis labios. Se estaba peinando:
algunas gotitas de agua brillaban todavía en sus rizos, y una
de sus trenzas larga, negra, sedosa, enroscándose en su cuello
de alabastro iba a concluir en la boquita de mi Luisa, quien con sus
blancos dientes la apretaba, mientras con la otra mano componía
con horquillas su cabello. Un albornoz blanco echado con precipitación
sobre la espalda, velaba los encantos de su seno, pero abriéndose
voluptuoso, por un lado dejaba ver un hombro terso, sonrosado, cubierto
por un ligero y delicado vello, que lo hacía semejante a un durazno.
Una sonrisa, yo no sé si burlona o maliciosa, asomaba en los
labios de mi Luisa, que dirigiéndome una lluvia de preguntas
con esa voz vibrante y argentina, cuyo secreto sólo ella posee,
parecía gozarse en mi aturdimiento y embarazo. Luego que hube
acabado de narrarle cómo había cumplido sus encargos,
temiendo ser molesto con una visita tan matinal, dije:
Luisa, hasta la noche.
No, Carlos, no vengas a casa esta noche; vamos al teatro.
¡Ah!
Dan El Hebreo y mamá tiene deseos de ir. ¿Por
qué no vienes con nosotros?
¡Ir con ella! ¡yo! ¡estar en el mismo palco! ¡causar
celos o envidia a cuantos la mirasen! ¡Darle el brazo para bajar
las escaleras, poner sobre sus hombros el abrigo y llevar en la mano
su abanico! ¡Qué felicidad, Dios mío; qué
felicidad! Pero bueno, para hacer todo esto se necesita un traje conveniente.
Un frac y un par de guantes son indispensables. ¿Cómo
me atrevo a ir con esta chupa de estudiante, con mis pantalones grises
y mi sombrero de hongo? No, eso es imposible. Se reirían de mí.
Ella se pondría colorada y le daría vergüenza presentarme.
¡Como que ella iría muy elegante, por supuesto! Es cierto
que sus padres me quieren como a un hijo. Su madre y la mía se
trataban como hermanas. Yo aprendí a leer junto con ella. Nos
hablamos de tú. Mayor confianza no puede ya existir entre nosotros.
Pero siempre, un amigo mal vestido, en sociedad, es un ridículo.
Deben respetarse las preocupaciones. No, decididamente, yo no voy con
ella.
Todo esto lo pensé en un solo instante, y respondiendo a la pregunta
dije:
Gracias, Luisa. De buena gana acompañaría a Uds.;
pero ya ves que...
Nada, deje Ud. el estudio, caballero. No han de reñir los
libros porque Ud. los abandone en una sola noche. ¿Al fin no
da lo mismo pasar dos horas en el teatro que aquí o en otra parte?
No es eso, Luisa, sino que precisamente tengo que ir esta noche
a...
Vamos a ver: ¿adónde?
A la casa de uno de mis maestros, que está enfermo, y que
ayer mismo me mandó llamar para comunicarme una orden de importancia.
Pero, hombre de Dios, ¿no me acabas de decir "hasta
la noche"?
Sí, pero porque confiaba en venir algo más tarde
que lo de costumbre.
Eso es, hoy vas a velar al buen señor que probablemente
no tiene madre, ni mujer, ni hijos, ni sobrinos, ni primos, ni parientes,
ni otro arrimo en el mundo más que el de tu interesantísima
persona...
Aquí Luisa soltó una carcajada, mientras que yo, más
colorado que un tomate, estrujaba con mis manos sudorosas los desgarrados
bolsillos de mis pantalones.
Vamos, vamos, alguna calaverada tendrá Ud. por ahí
pendiente...
Yo te aseguro, Luisa...
¡Chit! ¡Calle Ud., don botarate!
Y en prueba de ello...
¡Que no tiene Ud. vela en este entierro! ¡Afuera!
Y diciendo y haciendo cerró de golpe la puerta de su tocador,
dejándome a mí con una cara que, de habérmela visto
en el espejo, me habría muerto de risa o de coraje.
Luisa... Luisa... ¡adiós, Luisa!
Nada, se había encastillado en su tocador, con la decidida intención
de no contestarme. Salgo más que amostazado de la pieza; tropiezo
con un costurero que hay en la antesala; doy un soberano pisotón
al falderillo que por poco no me arranca la mitad de la pierna de un
mordisco; en mi aturdimiento me olvido de despedirme de la señora;
bajo en dos saltos la escalera; voy a ponerme el sombrero... ¡Caracoles!
en lugar de mi hongo acostumbrado me encuentro con un gorro militar,
propiedad seguramente de alguno de los muchachos de la casa; vuelvo
a subir, entro otra vez, tomo el sombrero, estoy a punto de derribar
con el codo un candelero, me tropiezo en la escalera, bajo por último
en dos saltos, atravieso el patio... ¡patatrás! siento
de súbito sobre mi sombrero el chorro del agua cristalina; ¡cáspita!,
¡el mozo que riega las macetas me ha convertido en un pez! ¡Señor,
Señor, qué día! ¡qué día!
Aquí concluye el primer monólogo de Juan Lanas. Si a algún
lector le interesa, dígalo francamente, y yo me comprometo a
publicar el segundo.
1Publicado tres
veces en la prensa de la capital: en El Republicano del 4 de
enero de 1880, bajo el título de Bric-à-Brac
y firmado "Mr. Can-Can"; en El Nacional, tomo V,
1882, Juan Lanas - Primer monólogo y "M. Gutiérrez
Nájera"; y en La Libertad del 10 de febrero, 1884,
Crónicas kaleidoscópicas y "El Duque Job".
La versión de 1880 lleva el siguiente preliminar: "Me
parece una ironía la de mi editor. Pedir que escriba una crónica
quien como yo, emparedado en su alcoba solitaria, ha pasado casi toda
una semana enfermo, es un sarcasmo.
¿De que voy a hablar, Dios Santo?
¡Ah! me encuentro en mi gaveta la primera parte de un monólogo
de Juan Lanas ¿No conocen Uds. a Juan Lanas? ¿No? Pues
van ahora a conocerlo".La versión de 1882 no tiene sección
preliminar, sino que comienza con las palabras: "No, esto es
insoportable".
Publicamos la versión de 1884.
En cuanto al titulo, el nombre 'Juan Lanas" es de origen popular.
Zerolo define al personaje: "Hombre apocado, que se presta con
facilidad a todo cuanto se quiere hacer de él".
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